miércoles, 18 de noviembre de 2015

Sobre la necesaria relación de la historia y la antropología en Quintana Roo: alegato de un clíonauta

Primer recorrido de campo de estudiantes de antropología de la Universidad de Quintana Roo. Generación 1998-2003. La Unión, Quintana Roo, 4 de marzo de 2000. Fotografía proporcionada por Karen Marín Poot, originariamente tomada por Lourdes Somarriba.


Por Gilberto Avilez Tax.[1]
A mi correo llegó esta siguiente cuestión:

Los antropólogos de la Universidad de Quintana Roo[2] estamos por constituir nuestro Colegio de Antropólogos, ayer en reunión de trabajo se discutía sobre las disciplinas afines que podríamos incluir en el colegio. ¿Tú crees que la historia deba ser incluida?

Mi respuesta es que sí, la antropología es necesaria a la historia y viceversa, y  sobra decir que debe de estar cercana con todas las ramas de las ciencias sociales,[3] las humanidades y la literatura: en tiempos de los estudios de la complejidad, de las visiones interdisciplinarias, transfronterizas e “híbridas”, los viejos compartimentos estancos de las disciplinas humanas van siendo relegados al olvido de lo que alguna vez fue la moda de la ultra-especialización, una moda que ha reducido la mirada crítica, hasta el punto de adocenar el pensamiento académico y devenir en la barbarie intelectual. Aunque resulta superfluo sustentar mi dicho, me han pedido algunas líneas para argumentar mi respuesta. No puedo sino enmarcarme a la historia regional de la Península en este tópico, donde el pasado maya es un presente actuante y movible.
            ¿Es necesario el diálogo entre la historia y la antropología? De entrada, esta pregunta me recuerda una conferencia magistral oída en la bienvenida dada por el reconocido historiador yucateco, Pedro Bracamonte y Sosa, a la primera generación del doctorado en Historia del CIESAS (2010-2014), un centro de investigación donde han salido, enseñado y dado clase algunos de los mejores antropólogos del país. Bracamonte señalaba que la historia que se enseñaría en el CIESAS debería distinguirse del estilo colmexiano (a mi parecer, muy de archivo), o del estilo de la UNAM, de la UAM o del Mora, y encaminarse a ese diálogo necesario con los compañeros antropólogos, que eran y siguen siendo la mayoría en el CIESAS. En ese sentido, las clases tomadas en el CIESAS Peninsular refrendaron ese necesario diálogo antropológico de los futuros historiadores salidos del ex palacio de Justicia del rumbo de la Mejorada, de Mérida. Ahí leí un texto ya lejano de Keith Thomas,[4] con el título que viene muy conveniente con lo que aquí se intenta exponer: el diálogo, y la buena y obligada vecindad, entre los hijos e hijastros de don Guillermo Bonfil Batalla, y los clionáutas seguidores de la secta de don Luis González y González. En mis comentarios al texto de Thomas, escribí estas siguientes líneas:

El leitmotiv del texto de Thomas, estriba en la afirmación “nada excéntrica” del beneficio que traería para los historiadores el conocimiento de la antropología. Thomas discurre a contracorriente de la visión ahistórica de Radcliffe-Brown, pues siguiendo las enseñanzas de Evans-Pritchard, aunque si bien está consciente de que la historia y la antropología son dos modos diversos de ocuparse de los hechos sociales, no es de la idea de que mezclarlas –o enriquecerlas, entretejiéndolas- resultaría perjudicial, desventajoso, o  traería confusión metodológica. La diferencia entre ambas disciplinas sociales es, como aseguraba Evans-Pritchard, más de técnica que de objeto, pugnándose por su acercamiento creativo. Siguiendo la propuesta de E. H Carr, habría que hacer más sociológica-antropológica- a la historia, y más histórica a la sociología o antropología, dice Thomas.
Frente a las diferencias de trabajo –un bicho que vive en las “aldeas”, y un topo que trabaja en el archivo y bibliotecas-, Thomas no lo ve como una muestra de que ambas disciplinas sean fundamentalmente diferentes. Se busca, en cada reconstrucción histórica o etnográfica, la imaginación, sea histórica o antropológica. Siguiendo las sendas de la antropología simbólica o interpretativa, Thomas señala que la mayor enseñanza que los historiadores pueden sacar de la antropología, está en el hecho de la interpretación e interrelación de los datos: esta interpretación debe perseguir la integración teórica de los datos, aspirar a un análisis serio, “holístico”. Pero lo que ve Thomas, en esa historia desligada de la “descripción densa”, es desgajamiento en materias (historia económica, social, etc.), o el acercamiento fraccionado a los hechos sociales sin conseguir la interrelación y explicación mutua de estos […]
Los historiadores deben estudiar los acontecimientos en relación con la sociedad como un todo, y los trabajos antropológicos proporcionan la experiencia directa de los hechos sociales que los historiadores sólo han conocido en los libros o el archivo (Luis González era de la idea de que los microhistoriadores igual deberían ejercitarse las piernas y caminar su región). Los estudios antropológicos de la “mentalidad primitiva” arrojarían luz para los historiadores medievalistas o colonialistas[5] que deseen saber cómo construían su mundo las capas inferiores de la lejana sociedad que estudian, o un colonialista o historiador decimonónico que trabaja temas como la Guerra de Castas, debe conocer a la perfección los estudios etnográficos sobre la sociedad maya a estudiar en el pasado. De igual modo, un antropólogo de la región de la península que no haya leído a Nancy Farris, es un ser indefenso, un bobo en potencia. O un historiador que analiza la industrialización primera europea, podría cotejar estudios antropológicos del impacto de la industrialización actual en los países subdesarrollados.[6]

En un ameno e irónico escrito de campo, Bernard S. Cohn, de la Universidad de Oxford, antropólogo de formación, mediante la observación participante (se adentró a la cultura de los historiadores, haciendo lo que estos hacen, indagar en los archivos, discutir tiempos, enfrascarse en documentos), hizo una descripción de “la sociedad y cultura” de historiadores de algunas universidades de Estados Unidos (del Medio Oeste), de Inglaterra y predominantemente la India. Desde las formas distintas del hablar cotidiano (parcos para hablar, los historiadores lo hacen de una  forma estandarizada de la academia, y los antropólogos de manera regionalizada y hasta con palabras indígenas y son frecuentemente parlanchines), la vestimenta (el historiador se viste como un perfecto intelectual, con saco y corbata; el antropólogo prefiere lo exótico, las chamarras de mezclilla y las botas industriales), la edad de ambos (la vejez del historiador frente a la juventud o la apariencia de juventud del antropófago, digo, antropólogo), y los métodos de estudio (bibliotecas y archivos unos; aldeas y la gente, los segundos), Cohn, con sostenida socarronería, apuntó estas muestras de los usos y costumbres de ambas especies hermanas:

Un tercer ambiente del historiador es el aula. La estructura es conocida y fija: una plataforma, una mesa o un podio, y los estudiantes al frente y a un nivel ligeramente inferior. A este yerto ambiente el historiador aporta sus mapas y un montón de libros. No le incomoda estar de pie y hablar por una hora delante de la clase, de vez en cuando rebuscando sus papeles y refiriéndose o citando sus libros. Sus apuntes suelen ser bien organizado, y una vez escritos pueden ampliarse sistemáticamente.
Los antropólogos parecen estar algo incómodos en el aula. Algunos se pasean de un extremo al otro, otros se sientan en las mesas, y hay quienes se sientan entre los estudiantes. Los apuntes del antropólogo se inscriben en trozos de papel y en el dorso de los sobres. Sus apuntes no representan un capital fijo al cual añade de cuando en cuando. Siempre le faltan apuntes…Al historiador le es difícil terminar en el tiempo dado para el curso; el antropólogo suele tener que llenar las últimas clases con informes presentados por los estudiantes. Con frecuencia el antropólogo intenta llevar el campo al aula, con diapositivas, fotografías y objetos manufacturados por la población bajo discusión. En situaciones extremas, puede confrontar a su clase con un miembro vivo de aquella sociedad.[7]

Sin embargo, después de la metralla de ironías, estereotipos agrandados, y burlas tanto a los antropólogos como a los historiadores, Cohn concluye abogando por la biculturalidad antropológica-historiográfica:

La conclusión final a la que he arribado, particularmente luego de haber regresado plenamente a mi propia cultura antropológica, se refiere a los problemas relativos a los trabajos interdisciplinarios. Es frustrante pero revelador trabajar dentro de otra cultura. La biculturalidad –es decir, una inmersión total en la cultura y formas de trabajo de otra disciplina, en vez de un planteamiento multidisciplinario de trabajo en equipo- nos prepara mejor, sea cual sea nuestra disciplina, para la continua meta de comprender al ser humano, a sus obras y a sus sociedades.[8]

Formado en la triculturalidad académica,[9] en el inicio de mi relación con la historia y la antropología de la Península, no puedo dejar de citar un libro etnográfico, ya clásico y de difícil apropiación por estar agotada la segunda edición de 1987, Los elegidos de Dios.[10] Esta célebre etnografía de Alfonso Villa Rojas vino a mí por mí pasado de topo de biblioteca:[11] en mis años de estudiante de derecho, lector enfebrecido de literatura y que no de aburridos códigos, no leía otra cosa más que poesía y novelas. En una ocasión en que me encontraba, como siempre, en una biblioteca de Chetumal, di con ese libro, me sedujo su título y las fotos de un cacique bigotón y dueño de una arracada de oro, y de unos hombres de manta, arrodillados en una aldea extraviada de la Península, y soportando un calor del demonio; después sabría que la aldea extraviada se trataba del pueblo de X-Cacal Guardia, que el cacique bigotón era el capitán Concepción Cituk, y que los hombres arrodillados y en actitud devota, eran los descendientes de los mayas y mestizos yucatecos que se levantaron en armas en 1847 contra las políticas fiscales y agrarias meridanas, en eso que se conoce como Guerra de Castas de Yucatán.[12]
El libro de Villa Rojas nunca más volvió a los estantes de esa olvidada biblioteca chetumaleña, y tuvo, como efecto directo, que modificara mis lecturas: la poesía se fue rezagando (que no así la novela), y a mi mesa de estudio llegaron autores y obras de historia y antropología: Paul Sullivan,[13] Terry Rugeley, Dond Dumond, Pedro Bracamonte y Sosa, los textos de Redfield sobre Yucatán, y casi todos los trabajos de la magnífica generación de antropólogos e historiadores de la UQROO, etc., que sentaron las bases de la historia regional moderna en ese estado.[14] Pero tal vez el elemento dinamizador que hizo por completo que me extraviara, con la fe de un autodidacta “inocente”,[15] en los entresuelos de la antropología, fue la cercanía que he tenido con la obra ensayística de Octavio Paz: desde sus primeros trabajos (El laberinto de la soledad, verbigracia), hasta sus estudios sobre Claude Lévi-Strauss, sus “diálogos con Ignacio Bernal, David Brading, Jacques Lafaye, sus querellas con O ‘Gorman, Aguilar Camín y la intelectualidad, o supuesta intelectualidad de izquierda de toda laya”;[16] y sus incursiones al arte y la civilización mesoamericana;[17] el pensamiento de Paz está imbricado de un fuerte basamento histórico, pero se nos olvida subrayar que no desconoció y trató de entender el orbe antropológico: Corriente Alterna, sus Vislumbres de la India, incluso La llama doble, tienen más de veneros antropológicos, que textos y tesis simplonas de antropología que se destilan a granel en las indistintas mafias académicas de intra muros universitario.[18] En su revista Vuelta, Paz nos hizo conocer no sólo los trabajos de Lévi-Strauss y de algunos antropólogos e historiadores nacionales, sino que nos acercó a la obra del crítico del marxismo y del Estado, Pierre Clastres.[19] Facundo Cabral recordaba que Borges le dio el don de conocer a Stevenson, a Kipling y a Las mil y una noches. Yo puedo decir que Paz me hizo adentrarme al estudio del pasado mesoamericano y tratar de entender el discurso antropológico.
Pero vuelvo a Villa Rojas. En su tan citada obra, en la primera parte del texto, de la página 41 a la 135, el eminente yucateco dedica 94 cuartillas a redactar los antecedentes históricos de su trabajo etnográfico realizado en Tusik. Etnohistoriador cuando esta palabra apenas se pronunciaba en la academia mexicana allá en la lejana década de 1940,[20] Villa Rojas estaba convencido, de que si bien no hacía una “Historia de Quintana Roo” propiamente, su bosquejo tenía como objetivo permitir al lector “estar al tanto de los antecedentes históricos que pudieron influir en la cultura actual del Cacicazgo de X-Cacal, objeto principal de este estudio”.[21] Andrés Medina, reconociendo este aporto histórico, importante para posteriores obras historiográficas,[22] del libro del viejo profesor de Chan Kom, apuntó sobre Los elegidos de Dios, estas siguientes palabras:

Si bien en la parte estrictamente etnográfica Villa Rojas reproduce la estructura expositiva utilizada en el anterior libro, Chan Kom –escrito en coautoría-, con Redfield, con el fin de facilitar la comparación entre los datos de los poblaciones de Tusik y Chan Kom, hay además otras contribuciones importantes. Tal es, por ejemplo, la parte primera, que se refiere a la investigación histórica e incluye datos tanto de la arqueología como de la etnohistoria, pero sobre todo una muy rica información relativa a la Guerra de Castas del siglo XIX, la que constituye el antecedente inmediato que explica muchas de las características sociales, culturales y políticas de los mayas rebeldes, particularmente su situación beligerante.[23]

Una relación somera de la bibliografía que sirvió para la redacción de Los elegidos de Dios, nos dice que Villa Rojas, conocedor desde sus años de profesor de Chan Kom, de la literatura arqueológica proporcionada por Silvanus G. Morley y Robert Redfield,[24] igual estaba al tanto de la historiografía regional escrita hasta ese momento. En sus antecedentes históricos del libro en comento, trabajó los clásicos periodos de la época prehispánica, la colonial, le dedicó poco menos de 20 páginas a la Guerra de Castas y el posterior aislamiento de los mayas convertidos en los hijos de la Cruz Parlante, hizo los pormenores de la “pacificación de Quintana Roo” iniciada a fines del siglo XIX, y dedica unas páginas a referir el contexto social de la década de 1930, en que inicia su estancia etnográfica en Tusik (1935-1936), tocando la fiebre del chicle en que se vio envuelto el Cacicazgo de X-Cacal Guardia. De este modo, podemos decir que Villa Rojas se sirvió de textos como el de Eligio Ancona, Serapio Baqueiro, Felipe de la Cámara Zavala, de Howard Cline, de Cogolludo, de la relación de Alonso Dávila en su entrada a Chetumal, de Chamberlain, de Apolinar García y García, de Juan Francisco Molina Solís y tantos otros. De igual modo, trabajó con los periódicos Diario del Sureste[25] y Diario de Yucatán, para textos específicos. Podemos decir, que Villa Rojas es un claro ejemplo del antropólogo que se sirve de la historia para comprender mejor los procesos sociales que intenta etnografiar.
Del otro lado de la cerca disciplinaria, tenemos el trabajo de Nelson Reed. Reed, tantas veces calumniado por la historiografía academicista y conservadora desde el primer momento en que saliera su libro sobre la Guerra de Castas,[26] fue, como Juan Rulfo, un ex vendedor de llantas que en 1945 llegó como turista a Bacalar y se sorprendió de las ruinas de esa extraviada ciudad del Yucatán de la primera mitad del siglo XIX: la devastación de sus muros y casonas comidas por la selva feraz del trópico se debían, según los lugareños, por algo denominado Guerra de Castas. Después, basado en la selección de textos de Cline leído en el libro de Villa Rojas, comenzó a hacerse de la bibliografía del tema, visitó archivos meridanos, de Belice y de Estados Unidos, y en 1964 saldría en venta, en edición gringa,[27] esa obra que “reclamaba ser escrita”: La Guerra de Castas de Yucatán. Sin embargo, Reed no solamente se quedó en el trabajo de archivo, sino que en 1959 recorrió nuevamente la manigua quintanarroense, pasando por los pueblos y preguntando a la gente sobre los recuerdos de la Guerra de Castas. Lo que hacía Reed era “trabajo de campo”, algo tan común en la formación antropológica, y por este trabajo de campo, por ese “estar ahí”, historiadores empedernidos en la rancia pesquisa autosuficiente de las ratas del archivo, como Jorge Ignacio Rubio Mañé, objetaron acremente su trabajo. En un texto ya citado, indiqué que Rubio Mañé desdeñó de inmediato su trabajo, dizque porque Reed no era “historiador profesional”, y porque en su libro existen “inexactitudes” (llamarle “ladinos a los dzules de Yucatán era algo grave, pero la palabra venía siendo lo de menos), discordancias en la escritura, anacronismos garrafales, novelerías, carencias de notas bibliográficas e historiográficas en el cuerpo del texto, y pecado grave o gravísimo: Rubio Mañé no perdonaba a Reed el hecho de que fuese dueño de una exquisita, amena y magistral prosa de escritor supremo (el libro del gringo puede ser catalogado como una novela verdadera de la Guerra de Castas de Yucatán). A pesar de que Cline le dio el visto bueno al trabajo de Reed haciendo una nota preliminar donde señalaba la precisión de relojero suizo de Reed para trabajar las fuentes del mismo Cline (“Le dije –cuenta Cline- que los profesionales verían cómo él había seguido las reglas fundamentales de su arte y que a muchos de ellos les podrían parecer las notas inútil alarde de técnica…”), Rubio Mañé objetaba que: 

La carencia de una obra esforzada de investigación que describa fundamentalmente y examine concienzudamente ese fenómeno histórico, ha pretendido el autor de este libro llenarla con una amena narración, fácil, sin preocupaciones bibliográficas, cuya organización cuidadosa se ha sacrificado lamentablemente.

Sin duda, como señaló Cline, a muchos historiadores profesionales les pudo haber incomodado esta elusión bibliográfica, pero el hecho es que Reed estuvo en la libertad para escribir como se le plazca una obra que hoy sigue más actual que nunca. Rubio Mañé, un católico de sepa que no está para “idolatrías”, se quejaba también de que Reed admitiera en su trabajo “razones curiosas y deleznables, concediendo crédito a leyendas que no son más que supercherías. Que una cruz hablaba a los mayas y que esto se hacía con la habilidad de un ventrílocuo. Que el fanatismo de los indios pudo más en su espíritu, profundamente religioso, que la conquista del triunfo total, y entonces por medio de esa cruz fueron gobernados, ordenándoles se retirasen hasta alcanzar las costas del Caribe…Tanto ha creído el autor en tales informes, que denomina ‘cruzob’ a todo lo de este período de retirada de los rebeldes”.
Y aquí quiero recalcar lo siguiente, respecto a la necesaria relación entre la historia y la antropología: Es increíble el desdén meridano por estos “informes” que solo sirven para calentar la cabeza a los extranjeros (¿se refería Rubio Mañé al trabajo etnográfico de Villa Rojas?). Sin duda, don Rubio Mañé era un desconocedor total de las etnografías recientes, o de los trabajos periodísticos o informes tanto de la parte yucateca como de la parte inglesa sobre este impulso que la Cruz diera en los primeros años de resistencia.
Otros casos de historiadores nacionales que hicieron en algún momento trabajo de campo y entrevistaron a los viejos que algo tenían que decir, fue Jean Meyer en sus tres volúmenes sobre la Cristiada y los cristeros. Para el caso de la historiografía yucateca, podemos apuntar los trabajos de las historiadoras canadienses, Marie Lapointe y Lucie Dufresne, cuyas entrevistas que hicieran en 1982 a ex revolucionarios como Marco Ku Peraza y la señora Alicia Trejo Hernández,[28] en la Villa de Peto, sirvieron a Gilbert M. Joseph y Allen Wells para narrar la rebelión petuleña de marzo de 1911, en el contexto del “Verano del descontento” en el campo yucateco anterior a la llegada de Salvador Alvarado a Yucatán.[29] Y aquí, en el indagar a la memoria y a la tradición, una rama muy poco trabajada entre los historiadores profesionales, la historia oral, es más que un puente para el diálogo interdisciplinario con la ciencia antropológica.[30] Ejemplos de esto es el estudio de Pérez Taylor sobre el proceso revolucionario en Yucatán.[31] El último apartado sobre el trabajo de Careaga de la Guerra de Castas,[32] igual contempla esta visita a la memoria de las aldeas.[33] Y autores como Luz del Carmen Vallarta Vélez, hicieron en su momento una especie de archivo de la palabra indagando en la memoria de los antiguos chicleros, cuyos recuerdos contrastaban radicalmente con los discursos de los intelectuales urbanos sobre el chicle (de Ramón Beteta hasta Luis Rosado Vega).[34] Por el lado de los antropólogos metidos a los archivos o a las interpretaciones históricas, resulta hasta superfluo citar el México Profundo, o la senda etnohistórica de Guillermo Aguirre Beltrán. Sin embargo, podemos decir que la historia agraria y de la resistencia étnica del centro de Quintana Roo, no se comprendería sin el aporte de Ueli Hostettler y el análisis que realizó a los archivos agrarios de los ejidos de la región macehual.[35] Creo que la reconstrucción de los anteriores paisajes culturales de Quintana Roo, no serían cabalmente comprendidos sin indagar a la memoria oral, y en eso, los historiadores tienen mucho que aprender de las técnicas del trabajo de campo de los antropólogos, así como estos tienen que vestirse de vez en vez el overol de historiador. En ese sentido, es atingente recordar un libro escrito, en su mayoría, por estudiantes de las primeras generaciones de antropología de la Universidad de Quintana Roo, en el que mediante las historias orales (o como gustan llamarlos los antropólogos, las historias de vida), los antiguos paisajes culturales por el que transcurrieron los diferentes pueblos quintanarroenses, se fueron delineando.[36]

Conclusiones finales: crítica de un historiador a la enseñanza de la historia en la licenciatura en antropología de la Universidad de Quintana Roo

Por último, concretizando la pregunta que dio pie a estas reflexiones rápidas sobre la relación entre la historia y la antropología; quisiera abocarme a criticar  la relación que actualmente existe entre la historia y la enseñanza de la antropología en la Universidad de Quintana Roo, y esto como manera para modificar, o enriquecer, algunos puntos que andan renqueantes en la enseñanza antropológica en la Universidad de Quintana Roo.
A pregunta expresa a dos estudiantes de la licenciatura en antropología (una del anterior plan curricular distinto a la reforma de 2005 de esa licenciatura, y otra ya con el plan actual), sobre cuál fue su relación con la historia en sus años de estudiante, sus respuestas fueron vagarosas, a veces recordaron una mala clase de historia regional donde vieron algunos textos de historia, y su idea común fue que se quedaron en el limbo para tratar de entender el contexto histórico regional donde, en la mayoría de los casos, se desenvolverán como profesionales en la antropología o trabajos afines a su carrera. Si querían conocer más de historia regional, o nacional si se quiere, tenían que ser “autodidactas”.
Esta idea de la carencia en el reforzamiento de la historia a los estudiantes de antropología en la Universidad de Quintana Roo, se logra observar en el ensayo sobre la “construcción del sentido antropológico en los programas de estudio de la Universidad de Quintana Roo”, realizado por una tercia de profesores investigadores de dicha universidad.[37] No me detendré en algunos sesgos en la enseñanza de la Teoría Antropológica que se dejan ver en el análisis del programa de la licenciatura en antropología, porque el texto no me dice gran cosa, pero sí me interesa concentrarme en algunas señalizaciones y, desde luego, aportaciones para el reforzamiento de la enseñanza de la historia en los estudiantes de antropología. Hoy más que nunca, el diálogo entre los distintos departamentos de dicha universidad, salvando las mafias en intra-muros universitarios, se hace más necesario: en el 2004, se creó la Licenciatura en Humanidades, y existen maestros y profesores investigadores que podrían solventar con eficiencia algunas partes endebles de la historia para los estudiantes de antropología.[38] En el plan de estudio de la licenciatura en antropología social, en el cuarto semestre se toma una materia llamada Historia de México en los siglos XIX y XX, dos semestres de etnohistoria, y cuatro semestres de Maya (reducida esta última, a la enseñanza del maya yucateco). En realidad, siguiendo a los autores del ensayo en comento, esta enseñanza de la historia se da de una forma general, y mucha de la bibliografía regional estriba en textos producidos en la Universidad de Quintana Roo, obviando autores que han trabajado el área de una forma más totalitaria. En Etnohistoria I, la enseñanza se reduce a la lectura de Alfonso Villa Rojas, pero también textos de Aguirre Beltrán, Andrés Medina, López Austin, y algunos textos de Pedro Bracamonte y Sosa. Se extraña una buena inmersión a los textos producidos sobre el pueblo maya en la colonia y el siglo XIX: ¿Dónde están los trabajos de Nancy Farris, de Inga Clendinnen, de Matthew Restall, de Chuchiak, de Terry Rugeley, de Don Dumond? Las carencias  de la historia regional es solventado con autores como Andrés Fábregas (región Chiapas y los Altos de Jalisco) y Guillermo de la Peña (Morelos y fárragos teorizantes), pero podríamos barajar nuevos conceptos de región para el siglo XIX y XX en trabajos de historia reciente exclusivos para Yucatán.[39]
En los estudios de la sociedad maya en tiempos prehispánicos y posterior al contacto indoeuropeo, creo que es necesario el diálogo no sólo con la historia, sino con la arqueología misma, aunque, en este rubro, no se puede hacer nada con simulacros de arqueólogos que mal enseñan en la Universidad de Quintana Roo.
Si bien en temas como el indigenismo, los estudiantes de antropología de la Universidad de Quintana Roo analizan las relaciones pueblos indios-Estado nación, al parecer, se pierde mucho no aterrizando las teorías políticas y la conformación del Estado, para el caso regional: Yucatán en el XIX y XX, y las propuestas autonómicas históricas de los mayas rebeldes en el XIX, y su evolucionar en el siglo XX y XXI. ¿Dejaremos de dar simples seminarios aburridos de derecho indígena, y comenzaremos un diálogo abierto con la ciencia jurídica y la antropología respecto a la problemática indígena en Quintana Roo en el siglo XX?, ¿Hay alguien solo en esa universidad con la suficiente seguridad y los conocimientos para que se meta directo a enseñar la historia indígena de la Península de Yucatán en el siglo XIX y XX para las múltiples inter-regiones yucatecas?, ¿se ha dicho todo sobre la Guerra de Castas, sobre los chicleros, haremos al fin la historia de los pueblos del Río Hondo y de los pueblos de pescadores de la costa oriental y de los pueblos que conectan el triángulo de la Guerra de Castas Peto-Valladolid y Felipe Carrillo Puerto?, ¿hemos recolectado, trabajado, entomologizado todos los caminos de la selva quintanarroense con sus mitos y leyendas mayas, mestizas, chicleras, africanas, garífunas?, ¿en donde pasaron, cuáles fueron los caminos de los chicleros que se internaban anualmente a la Montaña chiclera?, ¿hay algo más que turismo, autoritarismo e imbecilimos político en el Quintana Roo actual?, ¿ha nacido ya el historiador o el antropólogo de la izquierda en Quintana Roo? Vale la pena reflexionar en esas preguntas vistas como hipótesis de trabajo a futuro.
Si bien es cierto que, para entender la historia regional de Quintana Roo, no podemos dejar de leer los trabajos pioneros de Higuera Bonfil, de Careaga, de Carlos Macías Richard o de Luz del Carmen Vallarta Vélez, creo que se hace necesario volver a esos temas y retrabajarlos con ópticas novedosas y mayor material histórico y bibliográfico reciente, y eso le compete a los nuevos antropólogos e historiadores de Quintana Roo. Los temas de Quintana Roo no deberían ser solamente sociedad indígena, turismo, religiosidad, derechos indígenas, el chicle, reservas forestales, migraciones, mayas perdidos en la zona norte, sino que los nuevos enfoques piden derecho de piso. Eso es lo que ha solventado brillantemente Elisabeth Cunin con la negritud omitida de la historia de Quintana Roo.[40] Estudios sobre el poder, o la antropología de los movimientos contestatarios al poder en Quintana Roo, igual hacen falta, sin hablar del tremendo problema social de la violencia reciente en las zonas turísticas y hasta en el mismo Chetumal.
Creo que los futuros antropólogos de la Universidad de Quintana Roo, haciendo honor a la tradición de los pioneros antropólogos que escribieron sobre historia regional de ese estado,[41] deberán, con el tiempo, no sólo ir a sus a veces aburridas prácticas o trabajo de campo en las urbes y las aldeas, sino visitar constantemente los archivos y bibliotecas de la Península,[42] y agrandar los marcos no sólo teóricos sino históricos de sus mamotretos, para la comprensión cabal del tiempo presente. Los archivos de Quintana Roo,[43] desde luego, no deben quedarse solamente en las manos sarmentosas del cronista sempiterno de Chetumal, o de los historiadores insulsos salidos de la UQROO.


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Villalobos, Martha Herminia, 2006, El bosque sitiado. Asaltos armados, concesiones forestales y estrategias de resistencia durante la Guerra de Castas, México, CIESAS-CONACULTA-INAH y Miguel Ángel Porrúa editores.

Wells, Allen y Gilbert M. Joseph, Summer of discontent, seasons of upheaval: elite politics and rural insurgency in Yucatan. 1876- 1915, Stanford California; Stanford University Press, 1996.







[1] Doctor en Historia. Correo electrónico: vilaxgilberto@outlook.es
[2] Egresados de la licenciatura en Antropología social de esa universidad, así como algunos profesores.
[3] Me refiero a la economía, la ciencia política, la sociología, el derecho, la geografía, hasta la filosofía y la teología.
[4] Thomas, 1989.
[5] Aunque Jérôme Baschet (2009) es de la idea (la cual me parece acertada), del Feudalismo tardío en los tres siglos de Colonia en Nueva España.
[6] Avilez, 2011.
[7] Cohn, 2001, p. 26.
[8] Ibídem, p. 35.
[9] No necesito escribir, aquí, que soy un nativo del derecho con cruza de científico social y afincado en la querencia historiográfica.
[10] Villa Rojas, 1987. La primera edición es de 1978.
[11] Me niego a etiquetarme como rata o ratón de biblioteca.
[12] Sobre la Guerra de Castas, véase Rugeley, 2009; Dumond, 2005.
[13] Existe un trabajo de Sullivan (1998) traducido por la Universidad de Quintana Roo: consta de dos ensayos que tocan la segunda mitad del siglo XIX yucateco, donde se dio un choque constante en la frontera interior yucateca, entre los de Santa Cruz y los partidos fronterizos a dicha territorialidad rebelde. Paul Sullivan, antropólogo de formación, es un ejemplo paradigmático del antropólogo metido a trabajos de archivo. El seminal trabajo de Sullivan, posibilitaría el estudio de Martha Herminia Villalobos González (2006) al respecto.
[14] Me refiero a Carlos Macías Richard, Lorena Careaga, Luz del Carmen Vallarta Vélez, Antonio Higuera Bonfil y Martín Ramos Díaz. Por cierto, Ramos Díaz tiene formación no histórica ni antropológica, sino literaria, pero eso no fue óbice para darnos a la estampa trabajos magníficos sobre la “diáspora de los letrados” del siglo XIX en tierras del trópico oriental de la Península, sobre la vida porteña cozumeleña y el antiguo Payo Obispo, y las peripecias de la educación en Quintana Roo en el siglo XX. Recientemente, al parecer, Ramos Díaz está embarcado en la necesaria biografía del “Torquemada de Quintana Roo”, el general porfirista Ignacio Bravo, cfr. Ramos Díaz y Vázquez, 2012.
[15] Esto de autodidacta inocente, desde luego que es un guiño y un homenaje a Nigel Barley.
[16] Gilberto Avilez, “Octavio Paz en Yucatán, o lo que los pendolistas de las albarradas locales, así como Sheridan, dejaron en el tintero”, Desde la Península, 22 de marzo de 2014.
[17] Véase sus notas sobre los mayas, en Paz, 1987.
[18] Sobre los temas históricos tratados por Octavio Paz, basta citar su ensayo sobre Sor Juana. Para 2010, Jean Meyer realizó un acopio de sus ensayos históricos, véase Paz, 2010.
[19] Cfr.  Lefort, 1987.
[20] Sobre la etnohistoria, véase Romero Frizzi, 2001.
[21] Villa Rojas, 1987: 45.
[22] Recordemos que el “Remarks on a Selected Bibliography of the Caste War and Allied Topic”, de Howard Cline, que aparecía en la edición gringa de Los elegidos aparecida en 1945, sirvió a Nelson Reed como brújula primera para escribir su famoso libro sobre la Guerra de Castas. En la versión al español, aparece en el Apéndice C del libro.
[23] Medina Hernández, 2001, p. 219.  Igualmente, para datos de la vida y obra de Villa Rojas, cfr. Quintal, 1998.
[24] Sobre este periodo, igual cotéjese el texto de Sullivan, 1991.
[25] Antes de que Villa Rojas fuera Alfonso Villa Rojas, en la década de 1930 hay como 10 o más textos que el profesor de Cham Kom enviaba a la redacción del Diario del Sureste. Eran artículos que tocaban los mitos de la selva y las creencias del pueblo maya.
[26] Cfr. Avilez, 2012.
[27] La primera edición mexicana, bajo el sello de Editorial Era, fue de 1971.
[28] Entrevistas realizadas el 14 de junio de 1982.
[29] Cfr. Wells y Joseph, 1996.
[30] Sobre historia oral, cfr. Aceves, 2012.
[31] Pérez Taylor, 1996.
[32] Careaga, 1998.
[33] Y esto cuando Careaga es antropóloga de formación.
[34] Vallarta Vélez, 1989.
[35] Hostettler, 1996.
[36] Cfr Escalante Gonzalbo, 2001.
[37] Cfr. Ballesteros et al, 2011.
[38] Sin embargo, la realidad es que muchos profesores investigadores de esa universidad, en su mayoría, gente de fuera de la península, en el ramo de la historia regional, desconocen los procesos transcurridos por la región del oriente de la península. Hoy más que nunca, los trabajos pioneros escritos por Careaga, Carlos Macías Richard, o Luz del Carmen Vallarta Vélez, necesitan nuevamente ser revisitados.
[39] Incurriendo en el pecado de citarme, en mi tesis doctoral presento una nueva interpretación de las subregiones yucatecas posterior a la segunda mitad del siglo XIX, y que en gran medida subsistió buena parte del siglo XX. Cfr. Avilez, 2015. Del mismo modo, véase los trabajos de Macías Zapata, 2002.
[40] Cunin, 2014.
[41] Me refiero a Villa Rojas, Careaga, Higuera, Hostettler y Vallarta Vélez.
[42] Y en este punto, vale la pena invitarlos al viaje exploratorio e iniciático a los ricos repositorios meridanos como el Archivo General del Estado de Quintana Roo, o la Biblioteca Yucatanense.
[43] Me refiero no solamente a los archivos de papel y rúbricas oficiales, sino a los archivos de la palabra, al rescate de las memorias indígenas, mestizas, afromexicanas, y las indistintas mixturas culturales del abigarrado crisol quintanarroense. 

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