La Rojo, Chetumal, Quintana Roo.
"Me
habitué a trabajar en las bibliotecas desde mis años universitarios y en todos
los lugares donde he vivido he procurado hacerlo, de tal modo que, en mi
memoria, los recuerdos de los países y las ciudades están en buena medida
determinados por las imágenes y anécdotas que conservo de ellas”. Mario Vargas
Llosa. [1]
Como Vargas Llosa, yo igual he tenido
una cercanía muy estrecha, casi íntima, con algunas bibliotecas públicas a lo
largo de más de una década. En un momento que no tenía ni para comprarme un
libro, que eran los años de estudiante de derecho, la biblioteca pública fungió
–y aquí recuerdo a Pedro Henríquez Ureña, que pensaba lo mismo- como mi
biblioteca personal, aparte de que me dio momentos de tranquilidad, alejado del
tráfico de la vulgaridad de la vida cotidiana y el molesto ruido acezante de
las calles. Y es que los que no conocen bien a bien las funciones sociales, culturales
y hasta amorosas de las bibliotecas públicas, nunca sabrán que estos recintos
del saber son el mejor lugar para ligar a las mujeres más inteligentes del
tórrido trópico, y no en el consabido bar de la esquina, ni asistir a una
fiesta guarra, o estar en medio de una cacaraqueante y apestosa discoteca,
repleta de humo de cigarros, ruido y música barata.
Además,
siempre estará la presencia femenina en ellas. Uno se jacta de decir, que
siempre ha sido el favorito de todas las bibliotecarias de los tres rumbos de
la Península: sean gordas, flacas, bonitas, feas, jóvenes o milf rompedoras de hamacas, a uno
siempre lo han tratado con cariño, a veces hubo flirteos que, para mi mala
fortuna, no pasaron el umbral de la puerta de calle. De que me entiendo mejor
con las bibliotecarias, lo pueden decir la legión que me recuerda.
A
los bibliotecarios los he tratado con desdén y suspicacia, no es fácil de que
me abra a la confianza de ellos, pero se ha dado casos de que he conocido
algunos amigos entrañables. Sin embargo, recuerdo que Borges, figurándose el
paraíso como una especie de biblioteca infinita, fue ese bibliotecario inmortal, ciudadano y
sumo pontífice permanente de la ciudad de los libros, dados a unos ojos sin luz
y que sólo podía leer en la biblioteca de los sueños, y que desde el alba hasta
el crepúsculo, fatigaba “sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca
ciega”.
No
exagero si digo que toda mi formación o deformación cultural, lo he aprendido,
no en las aulas universitarias, sino en las bibliotecas públicas o semi
públicas.[2] En un anterior artículo,
he hecho un elogio de las bibliotecas públicas:
Tengo que reconocer, y dar gracias, a la idea de la red de bibliotecas públicas, cuyo fermento comenzó desde los inicios de la Revolución mexicana;[3] tengo que reconocer que mi formación, con fallas, ripios y todo, se debe a que yo sí que le creí a don Juan José Arreola (el autodidacta perfecto), e hice mío la certeza del “pensador inglés” (hasta ahora, no sé quien fue ese “pensador inglés” que señalaban las introducciones de los libros de la editorial Océano que llenaba un estante completo de la biblioteca de mi pueblo), y que decía que “la verdadera Universidad hoy día son los libros”. Luego, cuando supe que Saramago no terminó ni su primaria y que nunca estudió para historiador o para “profesor de literatura” o para antropólogo o abogado, etc., etc., y que se la pasaba todos los días, después de salir del trabajo, encerrado en la biblioteca pública de Lisboa leyendo sin un sistema definido estantes y estantes de libros, supe que mi vocación -y mi profesión- sería la de lector. Me defino, no como "historiador", y menos como "abogado", pero sí como un lector que lee con seriedad lo que le pongan enfrente. Me declaro lector en vez de historiador. Antes que nada, y después de todo, soy y seguiré siendo lector, mi oficio es el oficio más viejo del mundo (los primitivos hombres ya leían sus mitos, ya contaban sus historias alrededor del fuego, ya escudriñaban las estrellas).[4]
Actualmente, la RENABIP, una de
las más grandes de Latinoamérica, cuenta con 31 redes estatales y 16 redes delegacionales,
con un número de 7,365 bibliotecas públicas en todo el país, que ofertan el
acceso a la información, el conocimiento, las tecnologías de la información y
la cultura, a un universo de 30 millones de usuarios. Los saldos de más de
treinta años de existencia de la RENABIP dejan mucho que desear: no somos ni de
lejos un país de lectores, las cifras de bibliotecas en el país no dicen mucho,
en varios municipios –y más si hablamos de municipios indígenas o con fuerte
presencia indígena, como ocurre en buena parte de los municipios de Yucatán[5]-
no se ven más que como elementos decorativos,
no se logra todavía concebir a la biblioteca pública como un elemento
importante y un almácigo para la formación de ciudadanos cultos y libres,
tenemos serios problemas en comprensión lectora y escritural en todos los
niveles educativos, y buena parte de las 7,365 bibliotecas de la RENABIP se
encuentran prácticamente en el olvido.[6]
Sin embargo, hay sus excepciones:
recuerdo que en secundaria fui por primera vez a la hoy extinta biblioteca de
mi pueblo. No sabía que iniciaba una formación lectora, sin más método que el de mis pocas luces me dieran a entender. Y la formación autodidacta, mis
lecturas sin un sistema definido, la voraz e incurable enfermedad por saber,
por leerlo todo, por discutirlo todo, por entenderlo todo, se dio en el
silencio que me concedía la biblioteca pública de mi pueblo.
Desde
aquella biblioteca de pueblo en el sur de Yucatán, y que debido a la acechanza
de los bárbaros, no existe actualmente, donde comencé a leer a los clásicos de
la literatura latinoamericana; hasta el enamoramiento profundo que sentí por la
biblioteca Santiago Pacheco Cruz, de mi alma máter, la UQROO, y la biblioteca
pública central de Quintana Roo, Javier Rojo Gómez, “la Rojo”, de Chetumal, en
donde a lo largo de más de 5 años, fui un asiduo lector de literatura, ciencia
política, derecho, historia, poesía, antropología y hasta arqueología, y un
mucho de filosofía, y otro tanto de teología, mi formación siempre ha sido la
de un autodidacta perdido en los arrabales de las bibliotecas públicas.
En
mis años de estudiante, desde las 12 del día en adelante, o, cuando me decidía
a no asistir a las aburridas clases de derecho –que ocurría en infinidad de
ocasiones y por cualquier pretexto-, desde temprano, recordando al Borges de
mis lecturas, yo me afanaba por los laberintos de estantes de la Rojo Gómez, y
fatigaba sin rumbo los confines de esa honda y setentera biblioteca
chetumaleña:
Enciclopedias,
atlas, el Oriente
y
el Occidente, siglos, dinastías
símbolos,
cosmos y cosmogonías,
brindan los muros, pero inútilmente.
Ahí aprendí a leer, leía con
terquedad, aprendía palabras, intentaba hacerlas chillar, comencé a tener la
manía de apuntarlo todo en unas libretas de pasta francesa, que con el tiempo
nombré como carpetas de apuntes: desde frases que me gustaban, palabras que
desconocía, e ideas y bocetos de cuentos o situaciones que se me ocurrían.
Tengo, en mi archivo personal, más de 10 carpetas de apuntes de mi paso
silencioso como “usuario” de la Rojo Gómez. No dudo en decir que yo soy
egresado de la biblioteca Javier Rojo Gómez de Chetumal, así como de la
Santiago Pacheco Cruz, de la UQROO.
Por eso me sorprendió, y, al principio, me causó hondo
pesar, leer que la biblioteca Javier Rojo Gómez, uno de mis símbolos con los
cuales me defino con la extraña identidad de chetumaleño, fue cerrada por
decisión de la subsecretaría de Cultura de la SEyC, después de un peritaje donde
se comprobó una pérdida incuantificable tanto en el inmueble como en el acervo
cultural, producido por las pasadas lluvias de octubre de 2015, las cuales
literalmente inundaron a Chetumal. En su portal que dirige, Javier Chávez
Ataxca escribió un conmovedor alegato, fustigando la dejadez de las autoridades
culturales de Quintana Roo, a las cuales, al parecer, les importa nada la cultura
y la historia de ese estado, aunque el cronista vitalicio de Chetumal, el
siempre complaciente Nachito, aplauda como foca que la biblioteca sea removida
a un cuchitril, y como muchos chetumaleños, no logre ver que el daño sufrido
por el inmueble se debe, no a las infaltables lluvias de octubre, sino a la
incuria y filisteísmo del gobierno borgista, y de anteriores gobiernos, que tal
vez consideran a la lectura y su fomento como asunto menor para formar plenos
ciudadanos. No por nada, Chetumal está maniatado por una rancia “aristocracia
de la hamaca”, y por una sociedad burocratizada, que sigue votando por un
partido no obstante las pésimas administraciones que ha tenido.
Un
edificio con más de 40 años de antigüedad, y que lleva el nombre de un insigne gobernador
del otrora Territorio de Quintana Roo, representa toda una historia, un mar de
recuerdos, y un patrimonio cultural para los quintanarroenses. Sería fácil
acusar a las lluvias, al mal tiempo, a los años que no perdonan nada, pero
todos sabemos que los daños que abundan como la peste en ese edificio, tiene un
solo responsable, un solo culpable: el filisteísmo y la politiquería barata y
palustre de gobiernos autoritarios a los que la cultura sólo les sirve de
relumbrón y mascarada. Al principio, por la prensa se dijo que el peritaje
arrojó pérdida total, y que el edificio, o se derrumbaba, o se caí en pedazos.
Ahora,
los ladradores oficiales salen con la noticia de que la Rojo Gómez todavía
resiste unos añitos, y esto tal vez se deba a que las autoridades actuales de
ese estado, saben que si ese edificio se derrumba, dejaría a las claras, y de
forma prístina e inequívoca, la tremenda irresponsabilidad y el poco compromiso
con los recintos culturales de los chetumaleños (y aquí no sé cómo está el
Museo de la Ciudad, cerrado hasta nuevo aviso; la Casa de la Crónica hiede a
tiempo viejo y clausurado, el Museo del Faro es una novedad que debemos cuidar
y mejorar, y el Museo de la Cultura Maya tal vez respira como si tuviera
piedritas en los pulmones). Rehabilitarse o no, las palabras del editorialista
de Periodistas Quintana Roo son las más cuerdas que hasta ahora he leído sobre
el histórico edificio que albergaba la Biblioteca Javier Rojo Gómez:
En los hechos, la histórica biblioteca dejó de ser una prioridad desde hace muchos años para las autoridades que la dejaron en completo abandono, hundida en su agonía. No se invirtió en el cuidado del edificio, a pesar de que su casi medio siglo de vida le provocaba achaques constantes. Tampoco se destinaron recursos para actualizar su acervo bibliográfico y digital, lo que provocó su decadencia. Como resultado, en sus últimos años de vida la biblioteca central de Chetumal se convirtió en un lugar sombrío y fantasmal, pues los pocos estudiantes que la visitaban empezaron a emigrar a mejores opciones, como son las bibliotecas de la Universidad de Quintana Roo y del Instituto Tecnológico de Chetumal, más actualizadas y con más recursos. El cierre de la histórica biblioteca es doloroso para muchas generaciones de chetumaleños, que una vez más contemplan como parte de la historia de esta capital es borrada sin chistar.[7]
La duda que a uno le atrapa de
todo esto, es saber hasta cuándo la rehabilitación comenzará, y cuál es el
plazo para terminarlo: ¿un sexenio, o primero se rehabilitará el adefesio anti
ecológico que infecta la bahía de Chetumal, obra criminal del criminal
Sebastián? Como lector, bibliómano y bibliófilo, si estuviera viviendo en
Chetumal, desde luego que el cierre temporal, no definitivo, etcétera, de la
biblioteca, me afectaría, me jodería los días, me desbarataría las rutinas. Una
voz autorizada de Chetumal, preguntándole su parecer sobre la grave crisis que
ocurre a nivel nacional con las bibliotecas públicas, me señaló que no sólo se
debería restringir a “rehabilitar” el edificio, sino
que se debe modernizar y de acuerdo con los nuevos estándares de la ciencia
bibliotecológica, así como contratar gente especializada que atienda a los
usuarios, y pagar lo justo a los bibliotecarios: “una biblioteca
pública bien puesta –me comentaba- es lo menos que merece una población”. Y
esto, cuando en el área de Chetumal, sólo existen tres bibliotecas públicas
(sin contar las del Instituto Tecnológico de Chetumal y la de la UQROO) para
una población de alrededor de 158,000 habitantes que cuenta Chetumal y
Calderitas: una por cada 52,666 habitantes. La Red de Bibliotecas Públicas de
Quintana Roo, desde luego, es muy pequeña y pobre, y no se compara con otras
redes estatales como las del bajío, incluso con las de Yucatán.
La Rojo Gómez,
nuestra biblioteca, no merece un epitafio, merece otro gobierno, menos filisteo
y al cual tanto la cultura como la historia de Chetumal no le importe un comino.
[2] Me refiero, a las
bibliotecas de las universidades y centros de investigación por las que he
pasado, como las bibliotecas de la UQROO, de la UADY, y del CIESAS. Igualmente,
hay que reconocer a la magnífica Biblioteca Yucatanense, especializada en
documentos y textos de la historia regional de la Península.
[3] Aunque como Red Nacional
de Bibliotecas Públicas (RENABIP) se gestó en el plan sexenal de 1982-1988,
constituyéndose en 1983. En 1988 se promulgó la Ley General de Bibliotecas.
[4] Gilberto Avilez Tax,
“Elogio de las bibliotecas públicas”. Desde
la Península…y las inmediaciones de mi hamaca, 23 de julio de 2012.
[5] Véase mi artículo donde hice eco de la imbecilidad aldeana de un
pueblo yucateco donde se quemó una biblioteca pública sin que nadie haya
protestado: Gilberto Avilez Tax, “Carta abierta de un bibliófilo y un
bibliómano: ‘En esa biblioteca de pueblo han entrado los bárbaros’”, en Desde la Península…y las inmediaciones de mi
hamaca, 10 de febrero de 2014, http://gilbertoavilez.blogspot.mx/2014/02/carta-abierta-de-un-bibliofilo-y-un.html
[6] Cfr. el artículo “30 años de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas y el acceso a la Información en México (1ª
parte)”, 21 de agosto de 2015, en http://www.infotecarios.com/30-anos-de-la-rnbp-1a-parte/.
“En el olvido bibliotecas públicas del país; en el DF, una por cada tres
cantinas”, 23 de junio de 2015, en: http://www5.diputados.gob.mx/index.php/esl/Comunicacion/Boletines/2015/Junio/23/5730-En-el-olvido-bibliotecas-publicas-del-pais-en-el-DF-una-por-cada-tres-cantinas